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Jaime-Muniesa

LA MIRADA DEL TORDO

 

 

UN RELATO DE MANUEL MUNIESA MONZÓN

 

          Yo en esos tiempos a pesar de la rudeza de aquellos años era un niño feliz. En aquel mes de diciembre del año cuarenta aún faltaban cuatro meses para cumplir mis diez años, estos no los cumpliría hasta el diecinueve de abril del próximo año, sin embargo pese a que han pasado tantos años, todavía permanece vivo en mi cabeza el recuerdo de aquella mañana de caza; mi primera cacería.

         Hoy han pasado más de sesenta años. Los tiempos, los usos y las costumbres han cambiado por completo, han cambiado tanto que  tengo la impresión que a los jóvenes lectores les costara trabajo situar y comprender el relato de aquella cacería.

         Creo sinceramente que debido a la penuria y rudeza de los tiempos de posguerra, los chicos en aquellos difíciles años, no es que fuéramos más inteligentes que los chicos actuales, porque eso sería imposible de demostrar en todo punto, además de ser ciertamente incierto, además hoy estoy convencido que la inteligencia no tiene nada que ver con la listeza, pero de lo que si estoy seguro es de que si no éramos mas inteligentes, por lo menos éramos mucho más espabilados, más pillos y sobre todo más busca vidas, haciendo bueno el refrán que dice que, la necesidad o el hambre agudizan el ingenio.

         Ese invierno de 1940—41 era muy rudo, como casi todos los inviernos de aquellos tiempos, porque digan lo que digan los eméritos sabios climatólogos, el clima en sesenta años ha cambiado una barbaridad, en la actualidad no nieva ni hace el frío que hacía en mis jóvenes años, cuando en invierno los ocho o diez grados negativos eran cosa corriente en Alcañiz, y no hablemos de Teruel y alguno  sus pueblos cercanos donde las temperaturas llegaban fácilmente a los dieciocho o veinte grados bajo cero.

          También podría ser que en estos tiempos de confortable bonanza, abundancia y de consumo exagerado, el frío lo notemos menos, debido a que ahora estamos preparados con buen calzado, confortable ropa interior y estupendos abrigos y polares que desafían las bajas temperaturas; de cualquier manera y a pesar de los muchísimos años transcurridos, recuerdo perfectamente que en el pueblo todos los años caían dos o tres fuertes nevadas, quizás lo recuerde con precisión porque desgraciadamente en aquellos años de estraperlo y escasez, la mayoría de las gentes no disponíamos del calzado ni siquiera de la ropa adecuada para afrontar la rudeza de aquellos largos y fríos inviernos, a los cuales se juntaba la hambruna reinante en el país. En mi casa por suerte no sobraba nada, pero el hambre pasaba por delante de la puerta sin lograr ni siquiera pisar el patio.

         Aquella mañana del día veintisiete de diciembre las calles del pueblo y la placeta de las monjas, en la cual estaba situada la casa donde vivíamos, amanecieron vestidas de blanco debido a la espesa capa de nieve que había caído incesantemente durante casi toda la noche.

         Mi hermano Jaime cinco años más joven que yo, subido en una silla y yo de pie cuidando de que no cayera, mirábamos extasiados por detrás de los cristales del balcón de la cocina, la blanca plaza con su helada fuente, mientras nuestra bendita madre nos calentaba la leche y nos tostaba pan para el desayuno, todo ello en la cocinilla económica de carbón que ejercía de cocina y calefacción continua, gracias a que mi padre era ferroviario y se encargaba de que el carbón nunca faltara en casa.

         Llamaron en el picaporte de la puerta que era aquella manita agarrando una bolita de hierro, y mi madre bajo para abrir y saber quien llamaba; ya sentados Jaime y yo en la mesa delante del humeante tazón de leche con chicoria, el pan tostado y el tarrito de mermelada o miel de la buena, escuchábamos vagamente algunas voces pero no atinábamos a adivinar de quien se trataba, finalmente nuestra curiosidad se vio colmada cuando se abrió la puerta y detrás de mi madre entró mi tío Alberto en la cocina.

         Se trataba del hermano menor de mi madre pero debido a la gran diferencia de edad que existía entre ellos, en vez de tío, soltero todavía, mejor parecía un hermano mayor. El era quien me guiaba y me enseñaba las cosas del monte casi todos los veranos, cuando yo, durante las vacaciones escolares, con permiso de mis padres solía ir a pasar algunos días en el monte con mis abuelos maternos y él que todavía soltero vivía en la casa paterna, montados en el carro íbamos a cosechar a una finca propiedad de mis abuelos, situada a dieciocho o veinte kilómetros del pueblo, en la partida llamada el “más de caballo”, en ese agreste y perfumado monte, mis abuelos poseían extensos bancales de buena tierra de secano, los cuales sembraban de cereal tal que el trigo, cebada o avena. También en esa finca poseían una masada, (masía) bastante grande donde hacíamos la vida durante los dias veraniegos de cosecha.

          Alguna vez cuando la noche era muy cálida y el cierzo (viento del norte) no levantaba, dormíamos en la era, a mi particularmente me encantaba dormir allí, encima de los paños sobre la paja recién cortada por el trillo, con los ojos fijos en los millares o millones de estrellas que brillaban en aquel cielo límpido de verano, hasta quedarme dormido. Recuerdo el olor del monte de mi niñez, el tomillo, el romero, las ontinas, los pinos, recuerdo todos esos aromas silvestres y sobre todo el olor particular de los huevos fritos, huevos de las gallinas que tambien veraneaban con nosotros, aquellos huevos fritos en aquel aceite de oliva único y en el fuego de crepitante leña era un puro manjar que mi abuela nos preparaba para almorzar. Si; no puedo remediarlo, recuerdo mi niñez, y los olores con nostalgia, con mucha nostalgia.

          Que felicidad, dar vueltas en la era montado en el trillo, tirado este por una hermosa mula, o ya por la tarde ir a dar agua a los animales montado en la imponente y mansa yegua. Con que poco nos conformábamos en aquellos tiempos, sin embargo aquello era más que suficiente para ser felices. Porque como alguien dijo y si no lo digo yo: la felicidad no consiste en poseer mucho, si no en no perder lo que se tiene. 

          Mi abuela Rosa amasaba en casa un pan blanco extraordinario, y mi madre también. El día que amasaban en casa había un trajín extraordinario, la víspera por la tarde cernían la harina y preparaban la masa de levadura, al día siguiente terminaban de preparar la masa y luego en el horno ya moldeaban el pan, también elaboraban ricas tortas de cerezas o membrillo o de nueces, dependiendo de la temporada; cuando no hacían tortas, nos fabricaban un exquisito “sequillo” que no era más que una torta elaborada con la misma masa del pan, pero enriquecida con el aceite buenísimo de olivas de nuestros olivares y azúcar, aquello recién hecho era lo más; pero bueno, bueno, que me pongo tierno, no nos dejemos llevar por la añoranza y a lo nuestro.

          Perdonen esta digresión y vuelvo con el permiso de ustedes al curso del relato que es mi principal objetivo.

          No parecía estar mi madre muy de acuerdo con lo que pretendía hacer mi tío, que era llevarme a cazar pájaros, tal como me lo había prometido hacía unos meses, los gestos de cabeza negativos de mi madre así lo confirmaban y no había lugar a dudas, pero finalmente ella que seguramente tenía un corazón como un baúl y no sabía como se decía no, terminó por ceder y mi tío muy contento de haber conseguido su petición, se despidió con un beso de nosotros y se fue con un hasta mañana.

          Un rato después de haber desayunado, observé a mi madre y la vi sacar de un armario un gran tapabocas, unos guantes de lana, un par de gruesos calcetines y unas antiguas botas de cuero que me venían algo grandes pero con un par de calcetines de suplemento el pie quedaba bien caliente y sujeto.

         Pasamos el día sin salir prácticamente de la cocina, que es donde mejor y más calientes estábamos  jugando o haciendo deberes, y por la noche, después de cenar me acosté algo nervioso pensando que al día siguiente por la mañana, toda mi pandilla o sean los hermanos Viruete, José Mari Maldonado, Manolo, Santiaguer y alguno más que ahora sesenta años después seguramente olvido y desde aquí pido perdón, algunos de ellos acompañados por sus hermanos mayores y yo por mi tío que ejercía de hermano mayor, iríamos al “masico” (una torre de mis abuelos) adonde intentaríamos atrapar pájaros empleando las ancestrales artes de caza como son los lazos, cepos y varetas.

          Aquella noche creo que dormí bastante inquieto y la pasé soñando que estaba implicado en una fabulosa cacería o conquista de algún castillo moro guardado por terribles fieras y cientos de sarracenos, allí se mezclaban los reptiles fabulosos de siete cabezas echando fuego por sus siete bocas, con imponentes leones, panteras y tigres, en fin todo un peligrosísimo safari y batallas sin cuento, donde yo ejercía de Guerrero del Antifaz y debía salvar a la bella Zoraida cautiva en manos de un reyezuelo moro dueño del castillo.   

           Pasó la noche con sus oníricas batallas, de las cuales a pesar del muchísimo peligro gracias a Dios salí ileso, y amaneció el día, frío, pero radiante de sol, sobre las ocho y media de la mañana llamó mi tío a la puerta y reclamó mi inmediata presencia, yo que ya hacía un rato que estaba listo, le di un beso a mi madre, agarré el almuerzo envuelto en papel de estraza que ella me había preparado y baje como un rayo las escaleras, abajo ya estaban todos los expedicionarios esperándome, y sin más dilación contentos como unas pascuas por el muro de santa Maria llegamos al puente y después de cruzarlo, por la carretera de Zaragoza dejamos atrás las “eras de la cosa” y seguimos andando un buen rato hasta llegar al “masico”, en total poco más o menos tres kilómetros que andados por la nieve y para colmo la mayoría de la cuadrilla mal calzados era un palo gordo. Pero es cosa sabida, que la ilusión en muchas ocasiones es tan fuerte, que vence al sufrimiento.

         Una vez dentro de la casa los mayores encendieron un fuego vivificador con ramulla y leña, que buena falta nos hacía calentarnos después de la caminata pisando la nieve, la verdad es que todos teníamos las manos y los pies helados; bueno, yo menos, gracias a los guantes y al suplemento de calcetines no podía quejarme demasiado del frío y unos viejos e inusables borceguíes que nadie sabía de donde procedían pero aunque muy antiguos no dejaban pasar la humedad a los pies que ya era mucho. Sentados alrededor del fuego poco a poco fuimos entrando en calor y sin movernos de allí almorzamos todos en muy buena armonía cambiando entre nosotros algunas viandas del almuerzo que nuestras respectivas madres nos habían provisto, incluso los pequeños vista la temperatura ambiente, tuvimos derecho para resistir el frío a un traguito de vino.

         Acabado el almuerzo los “grandes” entre risas y bromas más o menos maliciosas, con caras de satisfacción, convencidos de que la caza iba a ser súper fructuosa, sacaron de los sacos y bolsas cantidad de cepos, varetas y vizco para untar. Aquí quiero aclarar que la varetas son un vegetal parecido al esparto aunque algo más grande, diríamos una especie de pequeños juncos secos, a las cuales se les embadurna con “bizco” o “bisque” (liga), que es un jugo muy pegajoso que se extrae de las bolitas blancas del muérdago, al cual para aclararlo se le añade aceite, si este es de nueces, mejor.

         Pues bien, salieron los mayores del “masico” pertrechados con todo lo necesario, para cazar inocentes pajarillos muertos de hambre, los cuales se lanzaban como locos a comer el cebo, aparente y tentador encima del montoncito de tierra disimulando el cepo, o al ribazo donde estaban plantadas las pegajosas varetas y no tardaron en volver trayendo muertos varios pájaros, gorriones, tordos, colirojos, pinzones y algunos más cuyos nombres ignoro. A mi contrariamente a la alegría general que ocasionó aquella primera entrega, delante de aquellos miserables pajarillos muertos se me encogió el corazón y ya empecé a tener serias dudas si aquella matanza sería de mi agrado.

         Volvió mi tío muy contento con una media docena de pájaros cazados y me animó a seguirle en la siguiente expedición, yo la verdad no estaba muy convencido pero por no parecer demasiado pusilánime acepté y seguí a mi tío el cual me puso un puñado de varetas en la mano y me enseñó a pararlas. Las varetas se ponen un poco clavadas en el suelo apoyadas contra una calzada de tosca mampostería, un ribazo o bien contra el tronco de un árbol, donde no suele haber nieve, debajo de ellas se ponen a modo de cebo unos granos de trigo, migajas de pan, maíz y hasta incluso caracoles, lombrices o gusanos, los cuales atraen a los volátiles animales sean estos granívoros o insectívoros quedando atrapados con las plumas pegadas en las varetas.

         Todavía me tiemblan las manos al pensarlo. Nada más colocar algunas varetas en un abrigo libre de nieve contra una calzada echa con grandes piedras, bien provisto de cebo el engaño, casi sin tiempo para esconderme  un inocente y hermoso tordo se lanzó a por el cebo y como no podía se de otra manera quedaron atrapadas sus hermosas alas pegadas en el “vizco”, buscaba el animal zafarse de aquella trampa dando bruscos movimientos, pero contra más se revolvía más varetas se pegaban en sus alas. Que susto debía de llevar el pobre animal y que mal lo estaba pasando a juzgar por sus chillidos que a mi parecer clamaban piedad al cielo.

          Cuando desde mi escondite me acerque para cogerlo, había en mi  una mezcla de ilusión por haber cazado el primer pájaro de mi vida, al mismo tiempo que sentía en mi ser una compasión sin límites por aquella hermosa avecilla, que minutos antes volaba libre como el viento y ahora se debatía con uñas y pico por recobrar la libertad sin razón perdida. Cuantos hombres  perecen atrapados en las varetas tendidas por ideólogos de todas las ideas y confesiones, cuantos luchan en este mundo injusto por sacudirse las varetas que los oprimen y esclavizan, todos ellos casi siempre luchando por los mismos motivos que aquel infeliz tordo.

          Me acerque a él y asustado tras debatirse como pudo, sus fuerzas se acabaron y quedo paralizado en la nieve circundante, lo agarré con mis enguantadas manos y pude comprobar con que fuerza latía su corazón lo cual aceleró el mío, empezaba a incorporarme cuando con inusitada rapidez el ave quizás en un desesperado último intento, sacando fuerzas de flaqueza se lanzó contra mi cara y me dio un fuerte picotazo en la frente, lo sujeté fuertemente y llamé a gritos a mi tío avisándole que tenía un tordo cogido, en ese instante mismo me di cuenta de el inmenso horror que debía de sentir aquella criatura, llegó mi tío muy alegre y con habilidad le quitó un par de varetas que todavía tenía pegadas el animal y ya le iba a retorcer el pescuezo cuando observó que por mi frente corría un hilillo de sangre, me preguntó como me había hecho la herida y yo le dije que era el tordo que me había picado.

         Mi tío me miro fijamente y vio lágrimas en mis ojos, me pregunto si me dolía y le contesté casi llorando que no era nada. Lo que me dolía y me partía el corazón era quitarle la vida a aquel hermoso pájaro, que no era culpable para nada de la maldad parece ser innata en los humanos. Aunque esto último solo lo pensé.

         Sin embargo ante mi actitud, algo debió de comprender mi tío porque con el tordo en la mano dispuesto a retorcerle el cuello me preguntó:

          Manolo, si tu quieres lo suelto,  ¿quieres que lo suelte?. Debieron de ser mis ojos los que dijeron que si, porque yo no recuerdo haber abierto la boca para nada. La cuestión es que mi tío avezado y experto parador de cepos y varetas sin mediar palabra abrió la mano y dejo escapar el pájaro, el cual al verse libre salió como una flecha volando hacía la ansiada libertad que le ofrecía el espacio infinito.

         Yo, mientras miraba como se alejaba volando el animal, balbuceaba palabras de cariño y agradecimiento hacia mi tío, el cual tras curarme lo mejor que supo, me acarició, me dio dos besos en las mejillas y me recomendó de no comentar aquel episodio con nadie, porque era muy probable que aquellos buenos chicos no lo entendieran, no es que fueran unos salvajes; pero esa era la mentalidad en aquellos tiempos, sin contar para la mayoría de ellos esos pájaros eran un aporte alimenticio para la casa, y ya se sabe que con la comida no se juega.

         A pesar de los pesares aquellos tiempos siguen siendo para mí de feliz recuerdo. Desde aquel día ha pasado muchísima agua por debajo del puente de piedra, pero todavía recuerdo con nitidez aquel affaire de mi infancia. Y por supuesto jamás he vuelto hacer daño a ningún animal.

 

                                CAPITULO 2°    

 

         Hace unos diez años a  Marta – mi esposa- y a mi, nos apeteció ir a pasar las fiestas del Pilar a Zaragoza que es donde en esos momentos residía mi hermano, Uno de esos días de nuestra estancia fuimos a pasarlo en un huerto con su casita que poseía mi hermano a varios kilómetros de la capital maña. Sentados en el jardín de la casita, observamos como una bandada de tordos evolucionaba volando hacia donde estaban ubicados unos hermosos emparrados, todos ellos luciendo lujuriosos racimos de exquisitas uvas. Jaime viendo que aquellos desalmados venían con ganas de fastidiarle el día vendimiando las parras por la cara, dijo con cara de pocos amigos:

         - Espera que voy a por la escopeta y vas a ver la escabechina que voy a hacer, con un poco de suerte van a caer una buena docena de ellos, así sabrán lo que vale un peine, luego peladitos y escabechados nos los comeremos;  Satur los prepara muy bien, ya veras están de muerte.

          Me levanté de inmediato como si me hubiese picado un bicho en el culo y en tono de hermano mayor le dije imperativamente:

         -Ya te cuidarás tú muy bien de disparar contra esos pobres tordos.

          Mi hermano me miro perplejo y ante su interrogante actitud, agaché la cabeza otrora súper pilosa, actualmente casi calva y le enseñe la cicatriz diciéndole:

         - Ves esta cicatriz que tengo en la parte superior de la frente, no es el producto de una pedrada como todos pensáis si no un picotazo que me dio un tordo.

          Se echó a reír y tuve que ponerme serio para que comprendiera que lo que yo decía era la pura verdad, no contento del todo todavía refunfuñando dijo:

          -Todo eso es conmovedor y esta muy bien,  pero estos sinvergüenzas nos están jodiendo las uvas por el morro.

         -Bueno, bueno, en la vida todo tiene remedio menos la muerte que tu deseas para esos infelices, hay otra opción, -le dije- saca la escopeta y pega uno o dos tiros al aire, seguro que con el estampido de las perdigonadas los tordos asustados se van y quizás no vuelvan,  Jaime no muy convencido, a regañadientes obedeció y así sí lo hizo; la algarabía y el desconcierto entre los tordos al escuchar el tremendo ruido producido por los tiros fue grandioso, hasta el extremo que uno de los tordos, puede ser que desorientado vino hacia nosotros, realizó un vuelo rasante sobre nuestras cabezas, yo sinceramente creo que me miró y me pareció ver en sus ojos, un eterno agradecimiento, quizás por él y quien sabe tal vez por sus antepasados.

         Después de esto contentos como dos niños que miran la nieve al través de los cristales, nos acomodamos en sendos sillones y delante de un buen aperitivo servido por Satur -mi inefable cuñada-, le conté a mi hermano con pelos y señales  la totalidad de la odisea de caza que viví aquella mañana en el “masico” de los abuelos, así como la tremenda sensación de paz que sentí aquel cinegético día, ante el hermoso espectáculo que ofrecía la huerta, vestida de novia inmaculada el veintiocho de diciembre del año 1940, por cierto, día de los inocentes. Casi recién terminada la guerra entre españoles y firmada mi particular paz con los tordos. Creo con sinceridad que fue la primera vez en mi vida que descubrí la grandeza de la madre naturaleza y la incomparable hermosura virginal de la nieve impoluta y sin mancilla humana.       

 

Es un relato de Manuel Muniesa Monzón

Trascrito por Jaime Muniesa Monzón

                   Eysus diciembre de 2006

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